ENTRE MUCHEDUMBRES Y SOLEDADES
Aldo Pellegrini tiene un texto memorable que
tituló “La soledad del artista”, que publiqué en Mi Sitio y que leí
y releí muchísimas veces; y en todas esas veces la misma emoción, el
mismo sentimiento en comprensión acerca del contenido de lo dicho
por Pellegrini.
En un párrafo tremendo, dice:
“¿Por qué razones el artista, que parece destinado a concitar
interés a su alrededor, sólo provoca malestar y alejamiento? Casi
podría decirse que la piedra de toque del verdadero artista estaría
dada por la rapidez con que el hombre normal le hace el vacío.
Aunque el artista trate de pasar inadvertido suscita inmediatamente
la desconfianza de ese hombre normal, desconfianza que rápidamente
toma caracteres de la malevolencia y el rencor.
En el panorama general de la incomunicación social, al artista le
toca la parte del león. Lo que podría llamarse su convivencia con el
ambiente es mala, directamente desastrosa. En ese ambiente creado
para el hombre común, todos son indulgentes entre sí, todo se lo
perdonan mutuamente, todo se lo justifican, pero lo que no
justifican de ningún modo es al artista. Este es una presencia
perturbadora: para el hombre normal es el individuo de los excesos.
Es cierto, el artista es el hombre de los curiosos excesos, de los
exasperantes excesos, porque en él se dan simultáneamente y en toda
su demasía los estados opuestos: el exceso de silencio junto con el
exceso de expresión, el exceso de generosidad con el exceso de
egoísmo, el exceso de altivez con el exceso de humildad, el exceso
de seguridad con el exceso de desamparo, el exceso de pasión con el
exceso de renunciación, el exceso de amor con el exceso de desamor.
Para el hombre normal ese tipo de exceso constituye la marca del
desorden, para el artista significa la señal de un vivir humano en
plenitud. Sin lugar a dudas el hombre medio no es capaz de ningún
tipo de exceso, todo lo vive en muy reducida escala; así vive
sumergido en una abyección descolorida ( y por eso mismo doblemente
abyecta) sustituye la generosidad por el trueque de favores ( y así
logra suprimir aparentemente el egoísmo), sustituye la altivez, que
es áspera e hiriente, por la vanidad, que es roma y chata; sustituye
la pasión por la avidez y la codicia, y como es incapaz de amor,
desconoce el desamor, con lo que el lugar que corresponde a ellos
queda mondo y vacío para llenarlo con lo que menos le disgusta,
desde un vínculo matrimonial, hasta el té de las cinco, desde los
“amigos” de café, hasta las cenas de homenaje. Todos estos
sentimientos descoloridos están servidos con la más exquisita
pulcritud, de modo tal que adquieren todo el aspecto de virtudes, de
virtudes también descoloridas; porque hay una sola virtud verdadera:
la grandeza de alma, y esta sí la posee el artista auténtico. Pero
no hay que ser totalmente injustos con el hombre normal: es capaz de
sentimientos intensos, pero sólo en una dirección: es muy propenso
al exceso de odio y resentimiento, entiéndase bien que llamo hombre
normal no a la gran masa de humildes, oprimidos y descastados, sino
a aquellos que tienen una participación activa en la conducción de
la sociedad, a aquellos que forman la opinión e imponen normas.”
Luego de esto dicho por Pellegrini, podemos recordar a inmensos
solitarios que dejaron obras de una intensidad jamás vista antes que
ellos las crearan. Pero debo decir a la vez, que artistas como
Baudelaire, Hölderlin, Nerval, como Artaud o como Van Gogh, fueran
unos marginados desde su nacimiento, como personajes diabólicos o
caprichosos que satisfacían sus elucubraciones mentales contra la
voluntad de los demás y que por ello, fracasaban. Porque el concepto
suele ser de “fracaso”. Escuchemos a Van Gogh:
«Han dicho que yo no andaba
bien de la cabeza, pero como yo sentía que mi mal se agitaba en las
profundidades de mi ser y me esforzaba en salir a flote, sabía
perfectamente que no me pasaba nada… Nunca he confundido mis hechos
y mis gestos desesperados, mis penas y mis tormentos conmigo mismo»
Impresiona la lucidez de
este hombre, al que le gritaban, mientras le tiraban piedras, “loco
rojo”.
Por ello vuelve a decir: «La sociedad le da vuelta al razonamiento y
pretende que eres tú mismo el que te has desarraigado»
Y memoro aquel texto que en un mantel de papel barato, cuando íbamos
al Farolito, la fonda que Guillermo atendía con verdadero afecto a
artista, como a estudiantes (que éramos nosotros) y nos ofrecía la
misma posibilidad de elección en el menú diario: -¿Qué hay hoy
Guillermo para comer? Él recitaba: -Peshcaditos fritos, matambre
rosbif y lentecas (lentejas) en su lenguaje ítalo-argentino. Y
mucho vino, barato vino. Las paredes estaban abarrotadas de
pinturas, de textos (o sea, fui testigo de los primeros graffittis)
de “frases célebres” que dejaban para los tiempos los artistas que
allí concurrían. Fue así que en uno de esos manteles, alguien
escribió:
Cuánta soledad
Cuánto dolor
Se precisa
Cuánta alegría
Secreta
Para que nazca
Un poeta.
Quedó grabado en lo más hondo de mí.
Allí creo que comencé a comprender cómo sería el camino a recorrer,
cómo el posible destino que me esperaba en ese tránsito hacia un
lugar que desconocía por completo, que era todo interrogante y
profundas dudas.
Así fue que Aldo Caponi, compañero de curso y luego amigo,
sentenció: -Ya estamos en el camino. No podremos dejarlo jamás.
Mientras Proust nos decía, por saberlo «No solamente a los niños,
también a los poetas se les trata a bofetadas»
Sabíamos que el camino, no sería fácil, pero tampoco abandonado.
Y las muchedumbres, esas que visitan los museos barriendo bajo la
alfombra las huellas de la exclusión de tantos solitarios, esas
obras que muestran tanto dolor, una multitud que se alimenta de ello
sin siquiera reconocerlo y Vincent diciéndoles:
«Tantos pintores mueren o se vuelven locos de desesperación o se
quedan paralizados en su producción porque no hay nadie que los ame
en vida».
© Helios Buira |